El panorama de la competencia en el mercado de los videojuegos está evolucionando enormemente en los últimos años. La época actual es probablemente el momento donde resulta más accesible acceder a una ingente cantidad, variedad y calidad de obras. Grandes gigantes tecnológicos como Amazon, Google o Apple están abriendo camino para entrar en una industria que ha estado durante los últimos años dominada por Sony, Nintendo y Microsoft en consolas, y por Valve en el panorama de ordenadores. Sin embargo, no conviene olvidar la existencia de otro segmento que ha ido desplazando a las portátiles y que a día de hoy es, aunque a muchos pueda sonarles extraño, el más rentable de todos, como son los juegos de móvil.
Lejos han quedado los tiempos donde jugar en móviles era tener minijuegos anecdóticos y simples para echar cinco minutos. Prácticamente todas las licencias grandes tienen su contrapartida móvil, y los juegos que dominan este mercado suelen tener dos características principales: son gratuitos, y se sostienen en base a micropagos (ya sea para avanzar en ellos o para eliminar anuncios). Un modelo de negocio enormemente lucrativo que, pese a todo, despierta muchas inquietudes éticas por las implicaciones que tiene. Si bien hay juegos que tienen un modelo balanceado y justo que no obliga a pasar por caja, la norma es encontrar que muchas obras reducen la jugabilidad a una suerte de complemento de todas las mecánicas de pagos, donde el que más invierte (ya sea tiempo o dinero, fundamentalmente desbalanceado hacia esto último) es el que gana. De este modelo, por supuesto, tomaron nota las grandes desarrolladoras, y es por ello que hoy las lootboxes, los micropagos estéticos o los parches de contenido gratuito proliferan también fuera del entorno móvil.