Siempre es bonito asistir a un milagro en el mundo de los videojuegos. En una industria donde los costes, la búsqueda de beneficios, la primacía de la ganancia sobre el usuario, son constantes, siempre es bonito ver cómo, aunque sea puntualmente, se escucha a los que en último término son los responsables del funcionamiento de la máquina, como son los jugadores, los entusiastas de las franquicias, muchas veces vistos como meras billeteras andantes a las que hipnotizar con vídeos manipulados y promesas incumplidas, cuyas tendencias de compra han desplazado ciertos géneros, pero han hecho posible que otros impensables en el pasado se hagan un pequeño hueco, aunque apenas sean estrellas fugaces que se estrellan en ventas.
Y es que, aunque en cierto modo pienso que la circunstancia actual para que disfrutemos en condiciones productos de las medianas y pequeñas compañías no es especialmente halagüeña, sobre todo para los juegos nipones, las facilidades de la distribución digital y la valentía de pequeñas editoras han permitido que disfrutemos una serie de propuestas que serían absolutamente impensables en un pasado cercano. No en vano, por poner un ejemplo, Phoenix Wright tuvo su origen en Game Boy Advance, pero no se corrió el riesgo de traerla a occidente hasta la llegada de Nintendo DS. La generación anterior estuvo irremediablemente marcada por los abusos al consumidor (que se acrecientan y continúan en esta a niveles sonrojantes) pero también abrió la puerta a que hubiese variedad para todos, y espacio para géneros antes imposibles.